Recuerdos
Recuerdos
Maribel Álvarez Merino
Segundo premio Concurso de relatos breves
Modalidad: Enseñanzas no Formales
A ella le parece que era ayer cuando asomaba a la puerta de la casa de campo, veía la gran explanada que se extendía hasta la carretera, cubierta ahora de margaritas, peniquesitos y más flores cuyo nombre no conocía aún.
No había árboles, solo algún eucalipto desparramado por aquí y por allá, cuya sombra en algunos momentos buscaba para refrescarse con el perrito de turno.
Enfrente justo, cruzando la carretera, estaba la estación. Los mayores decían que era un apeadero, pero algunas veces, con suerte, había alguna locomotora haciendo maniobras (se movía un poquito hacia adelante y otro poquito para atrás, como si no pudiera andar de verdad). Echaba mucho humo (luego se enteró de que era vapor).
Le parecía un dragón. Un dragón temeroso, pero precioso, y a ella le encantaba el espectáculo con el ruido raro y feroz que emitía el monstruo.
Detrás de la estación se veían unos montecitos con matorrales, que es a donde iba con su abuelo de vez en cuando a cazar perdices “al aguardo”, pero no le gustaba demasiado porque no podía hacer ningún ruido, ni siquiera toser o estornudar. Lo único que le gustaba era la especie de corralito donde se escondían, todo hecho de piedras y que parecía una casita para jugar. Con la chaqueta del abuelo por el suelo y una bolsa donde entre otras cosas había una cantimplora con agua, que ella se bebía del todo.
Luego, a esperar. El perdigón en su jaula, muy bien puesto, cantaba. Llamaba a las tontas perdices que iban acudiendo al reclamo amoroso y… ¡plaf!… Eso no le gustaba.
Todo eso, el prado con las flores, la estación, los montecitos y más allá, lo veía recreándose desde la puerta de la casa de campo.
Era una casa de campo más, con un pasillo muy ancho y un cuarto de estar, la cocina y las alcobas a los lados. Al final un corral con gallinas. Allí ella, que tenía cinco años, era donde pasaba las primaveras y no sabía que estaba en un paraíso.
Como no había luz eléctrica, por la noche se iluminaban con quinqués de petróleo. Los quinqués tenían “camisas”, que eran las que al arder daban luz. Allí las mujeres de la casa cuando los encendían cosían y hacían punto y ganchillo.
En la entrada y tras la puerta, había una alfombra de esparto muy grande y fue en ella donde se tropezó un día que corriendo fue a recibir a su padre que llegaba en la desvencijada y enorme Sanglas a pasar el fin de semana.
Y ocurrió la tragedia, tropezó con la alfombra y dio con la cabeza en el pasador que cerraba la puerta. Todos gritaban: ¡la niña se ha abierto la cabeza! – Madre mía la que se armó.
Todos la besaban y abrazaban. Luego, tras quitarle la sangre, le pusieron una venda y la llenaron de mimos y regalos. Pero le dolía un montón.
Pasó el susto y todo siguió igual.
Siguieron bajando el regato que había tras la casa. Era un regato encantado. Lo bordeaban narcisos, juncos y lirios. El agua cristalina al pasar sobre las hierbas y las flores que había bajo ella las movía y parecía que bailaban, que se iban para abajo, pero no, como estaban fijas, solo se movían al son que el agua al correr sobre ellas marcaba.
Ahora pienso que era un maravilloso mini jardín encantado donde, aparte de las ranas y los renacuajos, podían vivir fantásticos seres acuáticos, pequeñitos y escurridizos.
Subían del regato casi siempre con latas llenas de renacuajos y se divertían, sobre todo ella, como la más pequeña que era, viendo las acrobacias de los bichitos en una palancana blanca.
Otros días, iban a coger pájaros en los zarzales de un huerto cercano. Los cogían con una linterna. Los mayores los deslumbraban y los cogían fácilmente. Pero esto era muy temeroso. El huerto de noche era misterioso y encima había una noria que, aunque protegida, ahí estaba. No sabía para qué querían los pajaritos, ahora se lo imagina.
Luego, cuando llegaba la hora de dormir, al final de la tarde, ya llegaba a la cama con la oración sin terminar. Dormida.
Pero esto no fue ayer, fue hace muchos años…
Fuente: Recuerdos